EL ESCRITOR OBRERO QUE LLEGÓ A LA CUMBRE
DE LA LITERATURA UNIVERSAL
CUENTO DE MÁXIMO GORKI
Por aquel tiempo reinaba en
Crimea el khan Masolaima al-Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik
Algalla...”
De este modo comenzó a relatar
una leyenda antigua -rica en recuerdos como las que suelen transmitirse en
aquella península- un tártaro pobre y ciego, que se apoyaba en el pardo tronco
de un árbol. Algunos tártaros -con túnicas de color claro y gorras bordadas de
oro- estaban sentados en torno al mendigo sobre las blancas piedras, últimos
restos del palacio del khan, destruido por el tiempo. El sol iba, lentamente,
hacia su ocaso, sus purpúreos rayos despedían chispas de oro a través del
follaje que circundaba las ruinas sobre las piedras cubiertas de hiedra y
musgo. Susurraba suavemente la brisa entre las sombras de los viejos plátanos,
como si recorriesen el aire unos susurrantes arroyos.
La voz del mendigo era apagada
y temblorosa. Su faz parecía de piedra y las pupilas de sus inmóviles ojos nada
expresaban; su serena inmovilidad armonizaba muy bien con el semblante
marmóreo. Una tras otras se iban deslizando las palabras refiriendo hechos,
aprendidos de memoria probablemente, al atento auditorio, y rememorando el
panorama conmovedor de tiempos ya idos.
«El khan era anciano, pero en
su harén tenía numerosas mujeres que lo amaban por su vigor y sus caricias
cariñosas y dulces, aunque apasionadas. Las mujeres aman siempre al hombre que
es cariñoso, a pesar de que tenga el cabello blanco y el rostro surcado de
arrugas. La belleza está en la fuerza y en la nobleza; no en una tez lozana, ni
en el sonrosado color de las mejillas -siguió diciendo el ciego.
Todas las mujeres del harén
amaban al anciano khan; él, a su vez, las quería a todas, pero, en especial,
amaba a una prisionera, hija de un cosaco de las estepas del Dniéper. En el
harén había más de trescientas mujeres de diferentes países; todas eran bellas
como las flores en primavera; todas consentidas y mimadas. Por orden del khan
les solían preparar manjares exquisitos en extraordinaria abundancia y les
estaba permitido tocar toda una serie de instrumentos musicales y entregarse al
voluptuoso placer de la danza.
El khan, sin embargo,
prodigaba más caricias a la prisionera, a la hija del cosaco, su favorita, y
con frecuencia solía llevarla a una torre desde cuyos ventanales se dominaba la
inmensidad del mar y se podían admirar pintorescos montes y valles. Allí
servían de un modo espléndido a la hija del cosaco, dedicándole los máximos
cuidados; la colmaban de las mayores delicadezas, la alimentaban con sumo
refinamiento y la obsequiaban con bordados de oro, ricas telas, piedras
preciosas, aves exóticas y desconocidas, y buena música. Y el khan le prodigaba
dulces caricias de enamorado.
Días enteros dedicaba el khan
a la joven, descansando en la torre de las agotadoras tareas de la vida, y
seguro, además, de que su hijo no comprometería el honor del reino. Algalla
recorría como un lobo hambriento las estepas rusas y volvía de éstas trayendo
siempre un rico botín y hermosas mujeres. Retornaba glorioso, dejando tras de
sí, como prueba de su valor y de su fuerza, cadáveres ensangrentados y pueblos
enteros destruidos totalmente.
Una vez, al regresar el hijo
del khan de una de sus hazañas, se dispusieron grandes fiestas en su honor.
Invitaron a todos los príncipes tártaros y organizaron diversos juegos. Con el
fin de demostrar la habilidad en el manejo de las armas, se dispararon flechas
a los ojos de los prisioneros. Bebieron mucho por la gloria del valeroso
Algalla, terror de los enemigos y defensor del reino. El anciano khan sentíase
orgulloso de su hijo. Se deleitaba al verlo tan valiente y al tener la certeza
de que, cuando él abandonase el mundo, dejaría a su pueblo en manos seguras.
Complacido y deseando probar a
su hijo el afecto que le tenía, cuando estaban en pleno banquete y delante de
todos los invitados, alzó la copa y dijo:
-Algalla, eres un buen hijo.
¡Gloria a Alá y bendito sea el nombre de su profeta!
Todos los reunidos, haciendo
un estentóreo eco con sus voces, glorificaron el nombre del profeta.
El anciano khan prosiguió:
-Alá es grande. Ha hecho
renacer mi juventud en la persona de mi hijo, estando yo aún con vida. Mis ojos
de anciano advierten que cuando el sol deje de alumbrar para mí y los gusanos
devoren mi corazón, mi vida se prolongará en mi hijo... ¡Alá es grande y Mahoma
es su profeta...! Tengo un buen hijo; su mano es segura, valeroso su corazón y
grande su inteligencia. Algalla, ¿qué quieres que te regale tu padre? Pídeme lo
que quieras y te lo concederé.
Tolaik Algalla se levantó y
antes de que se hubiese desvanecido el eco de la voz del anciano, avanzó hacia
él -con los ojos fosforescentes como el mar en mitad de la noche y brillantes
como los de un águila de las montañas- manifestando:
-Padre y soberano: entrégame
la prisionera rusa.
Por un breve instante, el khan
guardó silencio. Fue para reprimir el estremecimiento de su corazón. Luego
respondió en voz alta y firme:
-Cuando acabe el banquete,
será tuya.
El semblante de Algalla se
encendió y sus ojos de águila brillaron a causa de la inmensa alegría. Se
irguió y dijo al khan:
-Padre, comprendo el valor del
obsequio que me has hecho. Lo comprendo perfectamente. Soy tu esclavo; ten mi
sangre gota a gota y minuto a minuto. Estoy decidido a morir veinte veces por
ti.
-No deseo nada -repuso el
anciano, inclinando sobre el pecho su blanca cabeza, coronada por tantos años
de victoriosas luchas.
Concluido el banquete, padre e
hijo salieron juntos y silenciosos del palacio, y se encaminaron al harén.
La noche era oscura; no se
veía la luna ni las estrellas por entre las nubes que cubrían el cielo a manera
de ancho tapiz.
El khan y su hijo anduvieron
durante un largo rato en silencio y rodeados de la más sombría oscuridad. De
repente, el khan rompió el silencio, diciendo:
-Día a día se va extinguiendo
mi vida. Cada vez late mi corazón más débilmente y el ardor de mi pecho disminuye
poco a poco. El único calor, el único consuelo de mi vida, son las apasionadas
caricias de esta mujer. Tolaik, coge cien de mis mujeres, cógelas todas si
quieres, pero déjame a la prisionera rusa. ¿Te es verdaderamente indispensable?
Dímelo en verdad, hijo mío.
Algalla guardó silencio y
lanzó un suspiro.
-¿Qué tiempo de vida me queda?
Acaso estén contados los días que he de permanecer en la tierra. Y esa mujer,
esa mujer que me conoce, que me ama y que alegra el crepúsculo de mi vida, es
el último placer, el último goce de mi vida. Si ella me falta, ¿quién me amará?
¿Qué mujer dará su amor a este pobre viejo? De todas mis mujeres, ninguna desde
luego, ¡Algalla!
El hijo de khan continuaba
callado.
-¿Cómo podré vivir sabiendo
que tú la abrazas? Tolaik, las barreras de la sangre desaparecen ante la mujer;
no hay padre, ni hijo, todos sólo somos hombres, hijo mío. Mis últimos días
serán muy amargos. Mejor hubiera sido que se abrieran todas mis antiguas
heridas, convirtiendo mi cuerpo en una úlcera; que se hubieran enconado, que
sangrasen... Sí; mejor hubiera sido todo esto, Tolaik, que sobrevivir esta
noche tan horrible para mí...
Tampoco ahora quebró el
silencio Algalla. El khan y su hijo llegaron a las puertas del harén. Se
detuvieron y permanecieron allí, los dos silenciosos, y con la cabeza inclinada
sobre el pecho, durante gran rato. En torno a ellos giraban las espesas sombras
de la noche. Sobre sus cabezas cruzaban las nubes por el espacio, y el viento,
al azotar las hojas de los árboles, hacía llegar a sus oídos el eco triste de
lúgubres canciones.
-Padre, hace ya mucho que la
amo -dijo Algalla en voz muy baja.
-Lo sé; mas ella no te ama a
ti -respondió el khan.
-Al pensar en ella, se
desgarra mi corazón.
-¿Sabes el dolor que tengo en
este momento?
De nuevo guardaron silencio
ambos. El hijo del khan suspiró.
-Es indudable que el sabio
sacerdote ha dicho la verdad; la mujer es siempre perjudicial para el hombre.
Si es hermosa, el marido padece los celos del tormento, porque despierta el deseo
en los demás hombres; si es fea su esposo sufre al ver la belleza de otras
mujeres, y si no es hermosa ni fea, el hombre la embellece con su ilusión.
Cuando ésta se desvanece y el hombre comprende que ha vivido engañado, padece
por la decepción y por la falta de hermosura de su mujer -dijo por último,
Algalla.
-La sabiduría no es un remedio
para las penas del alma -balbuceó el khan.
-En tal caso, compadezcámonos
uno del otro, padre -respondió Algalla.
El khan levantó la cabeza y
miró a su hijo con triste expresión.
-Matémosla -propuso Algalla.
-Te estimas más que a ella o a
mí -dijo el anciano serenamente y con aire reflexivo.
Y añadió después:
-No obstante, la amas también.
Se produjo un nuevo silencio.
-Sí, sí, también la amas tú
-exclamó el khan, que, por su dolor, parecía haberse convertido en un niño.
-Entonces, ¿qué, la mataremos?
-No te la puedo entregar; me
resulta imposible -exclamó el khan.
-Y yo no puedo sufrir más;
dámela o arráncame el corazón.
El anciano guardó silencio.
-Arrojémosla al mar desde lo
alto de la montaña -propuso otra vez Algalla.
-Arrojémosla al mar desde lo
alto de la montaña -repitió el khan como si fuese el eco de su hijo.
Penetraron en el harén,
pasaron a la estancia donde dormía la prisionera rusa, tendida sobre un
precioso tapiz. Se detuvieron ante la mujer y estuvieron largo rato
contemplándola.
Por las mejillas del anciano
khan resbalaron gruesas lágrimas que, al deslizarse por la barba plateada
brillaron como perlas, mas su hijo, tembloroso a causa de la pasión reprimida,
rechinando los dientes y con los ojos despidiendo fulgores despertó con
brusquedad a la prisionera. Los ojos de la joven se entreabrieron como dos lirios
azules en su sereno semblante rosado. No advirtió la presencia de Algalla,
extendió sus brazos hacia el khan, le ofreció sus labios rojos como la flor de
un granado y le dijo con suave acento:
-Abrázame, vieja águila.
-Prepárate; tienes que
acompañarnos -dijo el anciano en voz baja.
Entonces descubrió la muchacha
la presencia del hijo del khan y vio que su vieja águila tenía los ojos
humedecidos. Como era inteligente y sagaz, lo comprendió todo.
-Ahora voy; ahora voy. Han
decidido que ni de uno ni de otro, ¿no es así? Ésta es la única decisión de los
hombres que tienen un corazón firme. Ahora voy -dijo.
Los tres se dirigieron en
silencio hacia el mar, por unas estrechas veredas. El viento soplaba con furia.
La joven era delicada y no
tardó en cansarse; sin embargo, altanera y orgullosa, no se quejó. El hijo del
khan advirtió que la muchacha se iba quedando rezagada y le preguntó con
delicado acento:
-¿Tienes miedo?
Los ojos de la prisionera
centellearon; miró con desprecio al hijo del khan y, sin decirle ni una
palabra, le mostró sus pies ensangrentados.
-Te llevaré -dijo Algalla
tendiéndole los brazos.
La muchacha, empero, se abrazó
al cuello de su águila. El anciano khan la tomó en sus brazos como si se
tratase de una pluma y siguió camino adelante, en tanto que la prisionera
apartaba, con gran cuidado, las ramas que hubieran podido molestarle, arañarle
el rostro o herirle los ojos. Algalla los seguía por la estrecha senda. Al
observar la solicitud de la joven, dijo al khan:
-Déjame ir delante, porque
siento deseos de atravesarte con mi puñal.
-Pasa, Algalla. Alá te
castigará o te perdonará por esto según sea su voluntad. Yo que soy tu padre,
te perdono, pues sé lo que es el amor.
Llegaron al monte; a sus pies
se extendía el mar, negro, profundo, inmenso. Las olas entonaban lúgubres
cánticos cuando se estrellaban, deshaciéndose, contra las rocas. Aquella escena
aterrorizaba el corazón y helaba las entrañas.
-Adiós -dijo el khan,
abrazando a la joven.
-Adiós -dijo también Algalla,
inclinándose ante ella.
La prisionera contempló un
momento el mar, donde las olas cantaban lúgubremente y, retrocediendo, cruzó
las manos sobre el pecho y exclamó:
-Échenme al fondo.
El hijo del khan lanzó un
profundo gemido y le tendió los brazos, pero el viejo cogió a la muchacha entre
los suyos y la abrazó, estrechándola con fuerza contra su pecho. Luego,
levantándola por encima de su cabeza, la arrojó desde lo alto de las rocas a
las profundidades del mar.
Las olas bramaron de un modo
tan salvaje y fúnebre que ninguno de ellos percibió el ruido del cuerpo de la
prisionera al caer al agua.
No se oyó ni un grito ni un
quejido, ni siquiera un suspiro. El khan se inclinó sobre las rocas y,
silencioso, miró hacia el horizonte a través de las tinieblas; en ese punto el
mar se confundió con las nubes; las olas chocaban unas contra otras, impulsadas
por las ráfagas del viento que también azotaban las barbas del anciano.
Algalla, de pie al lado de su padre, ocultaba su rostro entre las manos,
silencioso e inmóvil como una estatua.
De este modo permanecieron dos
horas. En el espacio seguían cruzando las nubes arrastradas por el viento; eran
tan sombrías y lúgubres como los pensamientos del viejo khan, que se encontraba
sobre aquella roca que dominaba el mar.
-Vámonos, padre -se atrevió a
decir Algalla.
-Aguarda -balbució el khan,
que parecía oír algo.
Volvió a pasar mucho tiempo.
Las olas seguían bramando y el viento ululaba por entre las rocas y los troncos
huecos de los árboles.
-Vamos, padre.
-Aguarda un poco.
Tolaik Algalla repitió varias
veces estas dos palabras.
El anciano khan, inmóvil,
seguía en el sitio donde acababa de perder la última dicha de su vida. Por
último, se puso en pie altivo y frunció el ceño y exclamó:
-Vámonos.
Padre e hijo emprendieron el
camino de regreso. Pero, a los pocos pasos, el khan se detuvo y dijo:
-Pero, ¿a qué volver? ¿Adónde
ir ahora? ¿Cómo viviré a partir de este momento si esa mujer constituía mi
vida? Soy viejo; ninguna mujer me amará ya. El hombre que no es amado, no tiene
ningún fin en esta vida.
-Padre, tienes gloria;
dispones de riquezas.
-¡Por uno de sus besos lo
hubiese dado todo! ¡La gloria y las riquezas! ¡Nada hay en el mundo como el
amor de una mujer! ¡El hombre que no tiene el amor de una mujer está muerto; es
un mendigo que arrastra una vida triste y mísera! ¡Adiós, Tolaik! ¡Que Alá te
bendiga! ¡Que su bendición te acompañe durante toda tu vida!
El anciano khan se volvió en
dirección al mar.
-¡Padre! ¡Padre! -exclamó
Algalla.
No pudo decirle nada más, pues
nada se le puede decir a quien la muerte sonríe.
-¡Déjame!
-Pero Alá...
-Ya lo sabe.
El khan corrió hacia el borde
de la roca y se lanzó al abismo. Algalla no lo pudo detener; no tuvo tiempo.
Tampoco esta vez se oyó nada; ni un grito, ni un quejido, ni siquiera un
suspiro, ni el ruido del cuerpo al caer al agua.
Las olas seguían bramando con
fúnebre entonación y el viento seguía entonando sus cánticos salvajes. El hijo
del khan permaneció mucho rato mirando al mar. Luego exclamó en voz alta:
-¡Oh, Alá, dame un corazón tan
grande y tan firme como el de mi padre!
Algalla se alejó envuelto en
las espesas sombras de la noche...»
De este modo murió
Masolaima-el-Asvab, khan de Crimea, dejando como heredero a su hijo Tolaik
Algalla...
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Enlaces/links
Vida y Obra de Máximo Gorki: http://es.wikipedia.org/wiki/M%C3%A1ximo_Gorki
Revolución Rusa: http://es.wikipedia.org/wiki/Revoluci%C3%B3n_rusa_de_1917
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